Muchas líneas de nostalgia y algunos párrafos de melancolía me hicieron caminar por el barrio Providencia esta noche. Pos simple casualidad llegué a cenar a un restorán apacible y de poca bulla en Román Díaz.
Poca gente, música criolla peruana en los parlantes y una iluminación sobria para un ambiente sencillo, pero prometedor.
Mis pasos al segundo piso para descubrir una pequeña pero interesante terraza, un lugar para fumadores y sobretodo para quienes queremos estar solos. Una noche con temperatura agradable y por fortuna, en un lugar en que hay poco ruido automotriz.
Un solícito mozo dió en el clavo al ofrecerme un pisco sour peruano, ya que solo en restoranes peruanos acepto el sacrilegio de un aperitivo ácido. Pedí una entrada clásica, una causa peruana de atún, esas papas amarillas unidas a palta, ají amarillo, mayonesa y por supuesto una capa de atún. Luego, deviene un largo diálogo para convencer al mozo que no es posible que su carta de vinos no contenga pinot noir y la sorpresa increíble, cuando aparece, fuera de repertorio una botella de la bendita cepa, Viña del Mar 2004 (valle de Casablanca). Todo bien.
Pido entonces, un filete de corvina a la plancha con camarones, ostiones, calamares y cortes de pulpo salteados en una rica salsa peruana condimentada con vino blanco, ajo, pimientos y el habitual ají amarillo. Los tonos ahumados y el sutil gusto a madera del pinot noir maridó con perfección con la comida, armonía necesaria para hacerme sentir el placer de estar solo.
Un buen café negro puso punto final al goce de media semana, en fin, la vida continúa