A pesar del enorme cansancio físico que tengo en estos momentos, no puedo dejar de comentar la experiencia vivida estos últimos días y que se coronó mágicamente esta mañana cuando llegamos a la cumbre de esta majestuosa montaña del valle central. Basta decir que desde su cumbre es posible dominar visualmente todo el valle y solo se ve grande el Aconcagüa a la distancia. No he visto postales capaces de presentar algo tan hermoso.
Estuve toda la pasada semana preocupado de estar suficientemente preparado para este desafío, no solo adquirí ropa adecuada sino que pedí prestado (tengo un angel de la guarda) y también arrendé parte del equipamiento requerido. Debo reconocer que el montañismo no es un dominio muy top de mis habilidades, pero me declaro un enamorado de la naturaleza y sobretodo de la maravillosa experiencia que entrega a quienes practican este notable deporte.
Consejos más o menos, lo concreto que al atardecer del día viernes me embarqué en esta majestuosa aventura. Hasta conseguí transporte (no había opción, se necesitaba un vehículo) para llegar hasta el sector del primer campamento, allende La Parva.
Un viaje de más de dos horas, en una noche despejada y estrellada, nos dejó en condiciones de armar un primer campamento con quienes acudimos a la cita, todos entusiastas miembros del Club Andino Los Malayos (me incluye). María Paz, Regina, Ignacio, Hernán y Edward, dormimos esa noche en ese primer acto.
Muy temprano, el día sábado, fueron llegando el resto de los comensales de este filete montañero. Dado el esfuerzo físico del desafío a vivir, se consideró la participación de una cuadrilla de mulas para trasladar las pesadísimas mochilas hasta el segundo campamento. Esto implicaba quedarse solo con lo indispensable para la larga marcha hasta el sector de La Hoya, preludio del ascenso a El Plomo. Muchas, demasiadas horas de caminata de sube y baja, cerros y valles, bastante agotador, pero con la meta en la mente, todo valía.
Las mochilas quedaron en el sector Federación (menos punero que La Hoya), lo que dividió al grupo en dos, los que dormirían en Federación y los que subimos a La Hoya a pernoctar (esto ganaba una ventana de tiempo para la madrugada del domingo). La conversación del grupo fue muy divertida, especialmente por los agudos y jocosos comentarios de Giovanni, todo un personaje y un gran malayo. La parte más docta la puso Claudio, líder del grupo (el único que antes había hecho cumbre), incluso nos enseñó a usar los crampones (hasta abrocharlos es difícil, poh)
En La Hoya, cenamos abundantemente y alrededor de las 20 horas todos a dormir (esto es lo más freak de aceptar en mis comportamientos, pero lo acepto por ser una regla del montañismo). Durante la cena, conocí a mi cordada (compañero de ascenso), «Coco» con quien solo había tenido una previa conversación telefónica para repartirnos peso en nuestras mochilas.
Tres y quince de la madrugada del domingo, despertador del celular mediante, salí de mi carpa a la increíble noche estrellada y al apresuramiento del grupo que haría ascenso. Un rápido desayuno y todos ya queríamos partir, Ignacio, Hernán, Claudio, Coco, Nicolás y yo. Cabe destacar que era una noche excepcional y estaba completamente despejado, a diferencia de las últimas semanas, en que el clima había sido terrible (nevazones, hielo, temperaturas imposibles). Un buen auspicio para esta incursión.
Un poco desordenados, comprensible por el entusiasmo, partieron presurosos algunos y otros ni nos dimos cuenta. Minutos después, Coco y yo salimos detrás de las pequeñas luces que todos llevábamos en nuestras frentes. Un largo ascenso, que a veces me hacía preguntarme ¿qué hago aquí?. Hay que entender que el ascenso estaba programado para un máximo de siete horas y había una hora fatal límite, si a mediodía no habías llegado a la cumbre debías devolverte. Eso le ponía mucha tensión al cuento.
Junto con mis preocupaciones por esta aventura a lo desconocido durante la pasada semana, me había mentalizado mucho en cuanto a enfrentar este desafío desde la mayor humildad posible, ante la montaña portentosa, el ser humano es francamente insignificante y debía estar atento a mis evidentes limitaciones.
En la práctica, dada la ventaja que tomaron los mejor preparados, ascendimos Coco y yo solos. Dejé que él fuera adelante y de esa manera, me permitía ser consciente de todas las variables que nos afectaban. El ascenso era extenuante y cada cierto tiempo, debí preguntar a mi cordada si ya era suficiente, ya que si él o yo no podíamos seguir, nos devolveríamos (hacerse el valiente es mal negocio en la montaña y yo había decidido no correr riesgos). Por fortuna, cada vez nos repusimos y pudimos seguir. Incluso nos perdimos (de noche, todos los senderos se ven iguales, a pesar de haber estudiado la ruta) e hicimos un escalamiento asqueroso por un enorme montículo de acarreos terrible (había que seguir ascendiendo porque era imposible bajar). Pero no nos amilanamos y seguimos. Cruzamos el glaciar con el primerizo aprendizaje sobre crampones del día anterior y seguimos adelante. Lo concreto que de repente y ya bastante extenuados, nos encontramos con el trío que se adelantó y que venía devolviéndose de la cumbre debido al frío, con lo que supimos que no solo habíamos hecho un buen trabajo de equipo sino que a menos de 5 minutos estaba la cumbre. Fue un chorro de energía para mi compañero y yo, nunca habíamos ascendido tan rápido y en menos del tiempo presupuestado, estábamos abrazándonos y celebrando nuestra cumbre en El Plomo. Este ascenso yo lo había dedicado con anticipación a alquien increible y estoy felíz de haber cumplido mi objetivo. El espectáculo que se ve en la cumbre es demasiado hermoso, no me atrevo a resumirlo, es magnífico.
Lo increíble es que a mediodía ya estabamos en el campamento, es decir en ir y volver de la cumbre tardamos menos de 8 horas. Esto incluye tres caídas mías con diversas heridas que las anoto gustoso y mentalmente como parte de la experiencia. Estábamos felices, fue una experiencia muy emocionante y gané un amigo en el trance.
El regreso a Santiasco fue quizás más extenuante todavía, ya que recién a las 21 horas logré ingresar a mi departamento, tras muchas horas de agotadora caminata y un viaje motorizado de casi hora y media. El cierre de oro, fue la recepción que Los Malayos nos tenían en La Parva, cafe de grano exquisito y agua mineral ligeramente gasificada. Grandes Los Malayos y especialmente el gran David.
Finalmente, aquí estoy cansado pero felíz de contar esta aventura filete (aunque he resumido groseramente ya que sería demasiado extensa la crónica), una de mis experiencias más emocionantes y digna de inaugurar este 2008.
Qué te pareció el filete?